Sonó mi teléfono a eso de las ocho. Tenía que ir a la oficina a revisar que todo estuviera funcionando perfecto.
Salí de casa con los audífonos puestos y tomé primero el microbus y después el metro. Transbordé en Pino Suarez y tome la línea rosa. Llegué a Insurgentes y caminé hacia la calle donde está el Cuartel.
Mientras caminaba por la glorieta, me acordé de cuando conocí a Roberto. Era un tipo estúpidamente guapo que vendía inciensos para ganarse la vida. Era venezolano y había venido aquí a probar suerte. Según supe, vivía en un departamento con otras diez personas, consumía drogas de vez en cuando y había dejado la universidad buscando forjarse un futuro en México. Tenía ideas políticas muy radicales y un alma libre. Me encantaba. Un día desapareció.
Sonreí mientras en mis oídos sonaba "yumaye".
Me vi a mi misma diez años atrás. Tomaba el mismo camino, caminaba exactamente sobre los mismos pasos y me sentía, casi de la misma forma. Sin encajar del todo.
Tres años de la carrera caminé esas calles.
Y ahora, de nuevo, se volvían mías.
Miré el edificio dónde siempre he querido vivir, llegue a la entrada del Cuartel y me acordé de aquella gente que me daba miedo (ahora es la gente con la que trabajo y a la que le sonrío cada día), de la gente que consideré un montón de perdedores (que ahora son mis jefes), de aquello que creí que estaba tan lejana que jamás me tocaría (y de lo que hoy me da de comer)...
Cuanto cambia la vida mientras pasas de estudiar, a ganarte la vida con tu propio esfuerzo!
Cuanto cambia tu perspectiva y cuanto te doblega la vida!
Que humilde te vuelves si entiendes lo que la vida trata de decirte y qué fuerte te tornas cuando nada sale como esperabas...
No sé si es mi exceso de reflexión de estos días, pero, me alegré de estar dónde estoy, de tener un trabajo, de ganarme la vida aceptando cada reto que aparece, de no avergonzarme de lo que hago y, como dice mi doc, ser consciente de que cada trabajo dignifica.
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