Miguel se llama el huracán que azotó, destrozó, removió, alteró, complicó, animó, destruyó mi vida hace ya casi siete años.
Como todos los desastres naturales, su presencia me asustó, torturó, excitó, emocionó y casi me ahogó.
Entre tantas vueltas, nunca tuve la cabeza en su lugar, la verdad, es que parecía estar en drogas desde el día que lo conocí.
Ya lo dijo Juan Gabriel en su canción: "no lo niego, fuí feliz pero con muy poco amor".
Ese romance, duró poco más de tres años entre montones de broncas, momentos felices, algo de violencia, muchos secretos y artes ninja en el tema de la cama.
Aprendí muchas lecciones, el noventa por ciento a la mala.
Claro, también tuvo cosas maravillosas que le reconozco y que por ello es que aprendí a respetarle.
Una fría noche de diciembre, un ocho para ser exactos, me enfrenté a ese ojo del huracán. El que dicen que es una parte dónde parece que nada pasa pero en realidad, todo sucede.
Me miró a los ojos y me dijo: YA NO TE AMO.
¿Y que se hace cuando el amor de tu vida te dice esas palabras sin pestañear siquiera?
¿Le pegas, lo maldices, le sacas los ojos, le rompes los dientes, lo ahogas en la coladera, le tiras la comida encima?
¿Qué?
Yo decidí darle la prueba más grande de mi amor por él.
Con la misma seguridad que él me miraba fijé mi vista en sus ojos, le pregunté: ¿estás seguro? Dijo que si.
Entonces, sin hacer caso a ese dolor enorme que atravesaba mi pecho, le dije:
"Sólo me queda recordarte que te amo y que te voy a extrañar. Cuídate"
Abrí la puerta principal y lo vi marcharse.
Esa noche, lloré como una Magdalena y aprendí, que a veces, demostrar amor, significa dejar ir...
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